Columnas
Nerón, lira en mano, entonaba cantos homéricos mientras Roma ardía. Con su toga empurpurada arrojaba lágrimas emocionadas por la “cólera del Pélida Aquiles”. Abstrayéndose de los lamentos del pueblo carbonizado, incompatible con la inspiración del César poseído de “manía”.
Manía significa: “posesión de los dioses”, normalmente aplica a poetas y demás entidades inspiradas, que, si seguimos la crítica que Platón les hace en la República, ni caso tiene pedirles explicación de sus dichos, pues al no ser ellos los autores, sino los medios de las divinidades que contactan al simple mortal, a través de las facultades trascendentales ostentadas. Los poetas, maniacos famosos, sin poder ofrecer razones del por qué de sus líneas tienen, sin embargo, un poder tan cautivador que normalmente se invisibiliza ante la gloria de sus letras.
El poder de la seducción de las palabras bellas es comparable al del seductor que sabe cómo capturar el alma del ente acorralado. Atrapado por las redes de la belleza, se entrega cual esclavo que aprende a besar el grillete del bien amado. Las palabras seductoras, matriarcas de servidumbre, obstruyen el criterio de la persona enceguecida, nublando la razón.
La razón estorba. Es desagradable apelar a la teórica portadora de la antorcha analítica. Se exilia a la lógica y se le escupe a la argumentación, pues lo que deben de primar son las mentiras estridentes del amado que a su víctima acomplejada la vida le pesa tanto, que una dosis de mentiras es la sazón que condimenta la intrascendencia propia. El poder de las palabras cautivantes, del poder del ingenio aplicado a crear obras sorprendentes semejantes al incendio de la imperial Roma. Lo que importa es el poder de su expresión, la acupuntura que redirige los flujos energéticos del alma, que entre más estúpidos sean, más sentido adquieren en su nada.
Da igual si se es desamparado, lo importante es pertenecer a esa cohorte de lastimados que construyen una narrativa fuera de cualquier tratado crítico, entumecida dentro de las poéticas líneas de los inspirados que les ofrecen, al menos, esperanza. La esperanza, trascendiendo si es mentira, es el dicho de la posibilidad del derrotado -o al que dentro de la narrativa así se presenta-, pues legitimado por la sinrazón, lucra con hambre redentora con toda podredumbre del trastorno vital. Da igual quién pierda, a quiénes se lleve, si el país se va al infierno y si los merolicos de la transformación chillan desde sus madrigueras porque no quieren nada de realidades. Entre más fatalista la narrativa, mejor, pues son más víctimas a las que se les puede exigir menos sobre el cumplimiento de las leyes, y convertirse en los envilecidos siervos de caciques y mediocres exaltados por los poéticos cantos del poeta entronizado.