México entre la cruz y la metralla

Columnas miércoles 16 de abril de 2025 - 01:00

La Semana Santa en México exhibe con toda su potencia un rostro paradójico de la nación: millones de personas recorren calles, cerros y templos en procesiones multitudinarias, reeditando los pasos de Cristo hacia el Gólgota, mientras, no muy lejos de esas mismas geografías, cuerpos son enterrados en fosas clandestinas, desmembrados, incinerados o arrojados al olvido. 

 

La violencia en México se ha consolidado en dimensiones sacrificiales, donde no solo se elimina al adversario, sino que lo convierte en objeto de un acto ritual. Decapitaciones grabadas, cuerpos crucificados, altares dedicados a figuras como la Santa Muerte o Jesús Malverde, letanías pronunciadas antes de ejecutar una “limpia social”: el crimen organizado ha instaurado una teología alternativa del poder, donde Dios y el Diablo (el bien y el mal) coexisten en el altar de la impunidad.

 

Esta “cultura de la violencia sacralizada” retoma formas simbólicas de lo religioso para justificar lo injustificable. Y en este proceso, el cuerpo humano vuelve a ocupar el centro del sacrificio: como en los tiempos antiguos, se mata para enviar mensajes, para atemorizar, para “purificar”. El narcotráfico ha producido una estética del terror con significantes religiosos, que pervierte los elementos de la tradición cristiana y los pone al servicio del dominio pretendidamente absoluto de los criminales.

 

México es, en su autopercepción, un país profundamente católico. Las procesiones de Semana Santa, especialmente en lugares como Iztapalapa o San Luis Potosí, convocan a millones. El país se detiene, los medios de comunicación exaltan el fervor, y los símbolos del sacrificio y la redención llenan plazas. Pero esta vivencia religiosa convive con otro ritual: el del horror cotidiano.

 

La contradicción es profunda. Mientras se representa “la Pasión” como símbolo de salvación, en las periferias de esas mismas ciudades se vive otra pasión: la de las víctimas del crimen, las madres que buscan en desiertos y cañadas los restos de sus hijos. Este desajuste no es casual. Es expresión de una religiosidad que ha sido históricamente desvinculada de las estructuras sociales y económicas; más devocional que transformadora.

 

La figura de Cristo, en el corazón del cristianismo, representa no solo el sufrimiento del inocente, sino también una denuncia radical contra las estructuras de poder que lo condenaron. Su pasión es un acto de resistencia frente al orden establecido. ¿Qué puede significar entonces la pasión de Cristo en un México lacerado por la pobreza, la discriminación y las desigualdades infinitas? Tal vez, más allá del espectáculo y la representación, la Semana Santa debería ser un momento de interpelación colectiva, para creyentes y laicos. 

 

Como advirtió Dietrich Bonhoeffer desde las cárceles del nazismo, "la gracia barata" —esa que perdona sin transformar, que bendice sin exigir justicia— es una traición al mensaje cristiano. En cambio, la "gracia costosa" exige asumir el dolor de los otros, comprometerse con su dignidad, caminar con ellos hacia una vida verdaderamente humana. Porque la fe que no toca el suelo de los olvidados, es solo una sombra de sí misma.

 

Investigador del PUED-UNAM

 

 

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/CR

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