Columnas
La pregunta es relevante en tiempos de campaña judicial y a unas semanas de la jornada electoral.
Por mucho tiempo la definición fue clara, breve y sencilla: era el producto de un reconocimiento social y/o adecuación a una norma. Se le consideró también tradicionalmente como “un simple economizador de coerción”, cuya función principal era la de tejer lazos constructivos entre el poder y la sociedad.
Ante un proceso electoral atípico, en el que las y los ganadores no serán nuestros representantes, hay que reformular los términos de la conceptualización regular y de la actuación política para lograrla y mantenerla. Esto obedece a que, como dice el clásico, la legitimidad es una “institución invisible, como la confianza entre personas”, pero que nunca está realmente adquirida. Si en realidad es inasible, hay que estar imaginando constantemente nuevos métodos y herramientas.
Según la ciencia política moderna (y la antigua, por cierto) venimos presenciando el “descentramiento” de las democracias y se afirma que la cada vez más difícil unanimidad (por el crecimiento de las sociedades modernas) obligó a abrazar la mayoría como sucedánea. Se procedió como si la mayor cantidad valiera por el total; es decir, se aceptó que la parte valía por el todo y que el momento electoral valía para la duración del mandato. A ello se acopló otra legitimidad: la del poder administrativo. Se buscaba que la “maquinaria burocrática” constituyera por sí misma un modelo racional, profesional, de toma de decisiones institucionales que, en esa medida, garantizaba la mejor gestión del interés general.
Por casi todo el siglo pasado este modelo se sustentó en estas dos legitimidades, la de establecimiento (la elección, de naturaleza subjetiva) y la de la identificación con la generalidad social (la burocracia, de orden objetivo) a la que se accedía por la vía del concurso y a cuyos integrantes se les consideraba “interesados en el desinterés”.
La dificultad empezó cuando el resultado electoral se partió en dos. Una cosa era ganar la elección y otra, muy diferente, que los triunfadores tuvieran libertad absoluta para el diseño e implementación de las políticas públicas según sus propias convicciones. Es decir, la legitimidad de la victoria en las urnas ya no alcanzaba para que, como antes, los programas y plataformas de los ganadores fueran a priori y libremente aceptados a la hora de ejercer el gobierno.
Ante este cambio de paradigma en la legitimidad democrática, empezaron a configurarse otras legitimidades. En esta nueva época de descentramiento de las democracias, o, mejor dicho, debido a que la expresión electoral siguió perdiendo centralidad, la fuerza legitimadora de la elección permaneció intacta en lo jurídico (adecuación a la norma) pero su poder de justificación moral (reconocimiento social) resultó lesionado.
Le cuento más el martes. ¡Felices vacaciones!
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